Golpeada, amenazada y demandada, Máxima Acuña recibió el Premio Ambiental Goldman por inspirar a otros peruanos rurales a defender sus derechos territoriales.
Nunca tuve la oportunidad de ir a la escuela, nunca tuve la oportunidad de aprender ni siquiera una letra, pero sé resistir, luchar y por eso nunca seré derrotada por las compañías mineras.
La defensora de los derechos humanos Máxima Acuña de Chaupe vive con su marido, Jaime Chaupe y sus hijos en un terreno de 60 acres en Cajamarca, una parte remota del norte de Perú. Compraron la tierra allí en 1994 y construyeron su propia casa, a 4.000 metros sobre el nivel del mar y a ocho horas a pie de la ciudad más cercana. La familia Chaupe son agricultores de subsistencia, viviendo de sus cultivos y de la leche y el queso que provienen de su ganado. A veces, cuando necesitan un artículo que no pueden fabricarse, la familia realiza el largo viaje a la ciudad, donde también venden sus productos agrícolas. Acuña nunca ha aprendido a leer; su modo de vida es el de una «campesina» tradicional.
El patrón de la vida cotidiana de Acuña no es muy diferente del de sus antepasados quechuas. Sin embargo, una cosa se destaca: la cámara de vigilancia instalada por una compañía minera en el borde de la tierra Chaupe, que espía a la familia las 24 horas del día.
La cámara que vigila a esta pobre familia montañosa es un símbolo incongruente del enfrentamiento de derechos a la tierra que está teniendo lugar entre la población rural peruana y grandes empresas multinacionales. También es evidencia del fracaso de las autoridades peruanas para proteger a sus ciudadanos más vulnerables de la horrenda agresión psicológica y física llevada a cabo por aquellas fuerzas que quieren tomar las tierras de los pobres.
Acuña puede parecer una defensora de los derechos humanos poco plausible, pero en 2016, fue galardonada con el prestigioso premio Goldman por su lucha por el derecho a vivir en paz en su propia tierra. Su familia vive bajo condiciones de asedio virtual y se ha convertido en una fuente de inspiración para otros peruanos rurales que resisten las tácticas a menudo rapaces de las corporaciones mineras y de un gobierno cómplice. Muy seguido, esta resistencia ha sido sangrienta: en 2012, cinco manifestantes murieron en enfrentamientos con la policía en Cajamarca.
La minería de oro y cobre es un gran negocio en Perú. Deseosos de desarrollar los ricos recursos minerales del país, el gobierno ha disminuido las regulaciones de protección ambiental, a menudo sin tener en cuenta el impacto en la población local. Los peruanos rurales como la familia Chaupe casi nunca son consultados en las etapas de desarrollo de estos proyectos y no disfrutan virtualmente de ninguna de las riquezas generadas; en muchas comunidades rurales, los desechos de las minas se vierten en los cursos de agua, contaminando el agua potable de la población local y sus necesidades de riego. Casi la mitad de Cajamarca ya ha sido entregada a operaciones mineras y es el hogar de la enorme mina Yanacocha, dirigida por la empresa norteamericana Newmont y el negocio minero peruano Buenaventura. En 2010, Newmont decidió que quería desarrollar una nueva mina, lo que significaría tomar posesión de la tierra de Acuña.
La negativa de Acuña a vender no fue bien recibida. En 2011, fue enfrentada por agentes de la policía (que fueron contratados como seguridad para la compañía minera); y le exigieron que abandonara su tierra. Ella se negó y fue tratada con extrema violencia: «Me agarraron seis hombres de la policía», dijo en 2015; «tres en cada brazo me agarraron por detrás y me golpearon con sus bastones, me tiraron al suelo, luego golpearon a mi hijo.» Acuña dice que también golpearon a su hija.
Y eso fue sólo el comienzo. Al año siguiente, la empresa minera llevó a Acuña a los tribunales, donde la acusó de ocupar ilegalmente tierras que afirmaba haber comprado. Un juez provincial juzgó a favor de la compañía, a pesar de que Acuña juró que nunca había accedido a ninguna venta. Se le impuso una sentencia condicional de tres años y se le ordenó pagar US$ 2.000 en multas. A los pocos días de la sentencia, agentes de la policía y empleados de la empresa minera intentaron -y fracasaron- desalojar a Acuña, matando a varios de sus animales en el proceso. Empezó a recibir amenazas de muerte. La sentencia fue declarada nula y sin efecto en 2013.
Pero el acoso continuo no se detuvo. A principios de 2014, Acuña comenzó a construir una nueva casa en su tierra, y en febrero, aproximadamente 200 hombres armados – policías y contratistas de seguridad – destruyeron la nueva edificación. En agosto de ese año, Acuña fue llevada a juicio de nuevo y se le entregó otra sentencia suspendida y una orden de desalojo; se mantuvo en pie, apeló con éxito la decisión de la corte y sufrió otra incursión armada en su propiedad. En noviembre, la casa de la familia Chaupe fue destrozada y objeto de vandalismo.
Acuña recibió medidas cautelares de protección de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en mayo de 2014, pero tuvo que esperar dos años para que las autoridades peruanas tomasen débiles medidas. En abril de 2016, el gobierno anunció que enviaría policías para verificar la situación de Acuña dos veces al mes. «¿Cómo me protegerán?», preguntó Acuña: «La policía fue la primera en golpearme a mí y a mis hijos».
En septiembre de 2016, Acuña y su esposo fueron nuevamente golpeados por los contratistas de seguridad de la empresa minera. Ella continúa luchando a través de las cortes para establecer sus derechos de propiedad a la tierra en la cual vive.