"Este país, que expone su diversidad para el turismo pero que no se reconoce en ella, vive desde hace dos meses protestas impulsadas por ciudadanos de las regiones andinas."
Este artículo fue publicado originalmente en es.globalvoices.org el 20 de febrero de 2023. Es un extracto del artículo escrito por Elizabeth Salazar Vega para Connectas, republicado en Global Voices bajo un convenio entre los medios.
El racismo ha inclinado la balanza para determinar quién merece protestar o vivir
Debo haber tenido seis años cuando mi madre se negó a sí misma para protegerme: “Si te preguntan de dónde son tus padres, les dices que tu mamá es de Ica y que tu papá es de Arequipa”, me dijo mientras terminaba de peinarme. Me puso un lazo en el cabello y salimos rumbo al colegio, en Miraflores, uno de los distritos más pudientes de Lima, donde viví y estudié mis primeros años.
Tiempo después entendería que su natal Ayacucho, en la región sur andina de Perú, era una palabra casi prohibida en la capital. Que aquellos que emigraron de esta ciudad andina eran mirados con recelo y señalados como terroristas solo por haber nacido allí; y que el gentilicio de Puno, la región limítrofe con Bolivia donde nació mi padre, era usado como insulto en urbes clasistas.
Nada ha cambiado en Perú. En los últimos años se ha extendido en el país el llamado ‘terruqueo’, un término que define la práctica de desacreditar a las personas que protestan acusándolas de terroristas. El objetivo es menoscabar su voz y credibilidad. Pues bien, el terruqueo y la discriminación por el lugar de procedencia o el color de la piel no desaparecen con el traspaso generacional. En las mejores universidades privadas de Lima la presencia de un indígena es tan disruptiva que desde que se creó Beca 18, el programa estatal que financia a jóvenes talentosos y en situación de pobreza, sus oficinas de bienestar estudiantil han tenido que incluir programas de integración para ayudar a los alumnos que llegan otras regiones. Sus méritos académicos no sirven cuando se les juzga por la apariencia y forma de hablar.
Este país, que expone su diversidad para el turismo pero que no se reconoce en ella, vive desde hace dos meses protestas impulsadas por ciudadanos de las regiones andinas. En sus propias localidades, o movilizándose en caravanas hasta Lima, hombres y mujeres quechuahablantes, algunos con ponchos, faldas tradicionales, sombreros y banderas características de sus provincias, encabezan las marchas que piden la salida de la presidenta Dina Boluarte y el cese del Congreso. Pero, al igual que en las aulas universitarias, el poder centralizado en la capital no los trata como iguales.
En diciembre 2022, el entonces presidente Pedro Castillo, que para muchos representaba la población campesina indígena del Perú, intentó disolver el Congreso luego de tener varias políticas bloqueadas por los legisladores, lo que resultó en su destitución. Dina Boluarte, su vice-presidenta, asumió el poder por sucesión constitucional, pero fue muy criticada por como manejó las protestas antigubernamentales. Hubieron 58 muertos y más de 1200 heridos en confrontaciones con las fuerzas estatales.
Los manifestantes, en su mayoría de regiones andinas y excluidos del progreso económico, se confrontan con un sector urbano excluyente que los enfrenta con estigmatización y represión. En un país con medio centenar de pueblos indígenas, el clasismo y el racismo han inclinado la balanza para determinar quién puede protestar o quién merece vivir.
Los prejuicios raciales se extienden a diferentes estratos socioeconómicos y geográficos, y no son exclusivos de personas de raíces más europeas. La presión alcanza a mestizos*, cholos** y andinos*** que quieren marcar distancia de sus orígenes para no quedar incluidos en el grupo de los marginados. Su manifestación está tan normalizada que incluso la presidenta Dina Boluarte, nacida en la región sur de Apurímac, subrayó la diferencia entre sus rasgos físicos y la de los manifestantes en un mensaje que intentaba invocar a la hermandad. “Aquí no somos europeos ni de sangre azul, ni porque mis ojos sean claros soy diferente a ustedes”, dijo en Cusco.
En el siglo pasado en Perú se abrió un proceso para desconocer la raza en términos fenotípicos a cambio de distinguir a las personas por su nivel cultural o jerarquía de clase. Pero esa tendencia, lejos de establecer una mayor igualdad, creó un orden de cosas en el que, sin importar sus orígenes raciales, quien asciende en la escala social comienza a despreciar a sus inferiores en términos de lo que la antropóloga Marisol de la Cadena ha llamado “racismo silencioso”.
“La nueva generación de intelectuales suscribió una difusa noción de raza, la misma que rechazaba explícitamente las diferencias biológicas definitivas, mientras que aceptaba como jerarquías raciales las diferencias ‘intelectuales’ y ‘morales’ presentes entre los grupos de individuos. Por cierto, los estándares para medir estas diferencias eran arbitrarios y, de hecho, fueron establecidos por las élites”, señala la autora en uno de sus textos.
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