En América Latina, la industria de la vigilancia vive un gran momento. Cada vez son más las empresas que venden software espía a los gobiernos de la región, sin que existan regulaciones o contrapesos adecuados para controlar su adquisición y uso.
Este artículo fue publicado originalmente en derechosdigitales.org el 4 de agosto de 2016.
Una empresa israelí-estadounidense vendió al Gobierno peruano un software para vigilar comunicaciones privadas a cambio de 22 millones de dólares, según una reciente revelación de la prensa. La empresa también tiene negocios en Brasil, Colombia, Ecuador y México. Con los marcos actuales, es muy poco lo que se puede hacer para garantizar que estos programas no sean usados para violar derechos humanos y perseguir a disidentes.
Por Gisela Pérez de Acha
En América Latina, la industria de la vigilancia vive un gran momento. Cada vez son más las empresas que venden software espía a los gobiernos de la región, sin que existan regulaciones o contrapesos adecuados para controlar su adquisición y uso. En teoría, el objetivo de sus productos es el “combate al delito y la delincuencia organizada”; en la práctica, se espían ilegalmente las comunicaciones privadas de miles de ciudadanos, amenazando los derechos a la privacidad, libertad de expresión y opinión.
Recientemente, Associated Press (AP) publicó un reportaje que expone cómo el Gobierno de Perú pagó 22 millones de dólares a la empresa Verint por un software de vigilancia. La compañía israelí-estadounidense además está presente en Brasil, Colombia, Ecuador y México. Según los documentos publicados, “Proyecto Pisco” (el nombre del programa, que hace referencia al popular licor peruano) permite que los gobiernos intercepten llamadas telefónicas, mensajes de texto, correos electrónicos, chats e historial de internet de los usuarios; Puede rastrear hasta cinco mil personas y grabar hasta trescientas conversaciones simultáneas. Por si fuera poco, la Dirección Nacional de Inteligencia de Perú (DINI) también autorizó el pago de SkyLock: otro producto de Verint que permite ubicar y rastrear no solo cualquier teléfono dentro del país, sino en el mundo. Cuatro compañías telefónicas peruanas –Movistar, Claro, Entel y Viettel— firmaron un pacto con el Gobierno para cooperar con dicha geolocalización al interior del país, pero con su alcance, las posibilidades para el abuso se incrementan.
Es cierto que la ley peruana establece que las comunicaciones privadas solo pueden ser incautadas, interceptadas o intervenidas con orden judicial [Ley 29.733, artículo 13.4]. Sin embargo, este requisito no existe para la localización en tiempo real [Decreto Legislativo 1182]. Además, si el espionaje es por naturaleza secreto, ¿cómo podemos garantizar que no sea abusado por las instancias de gobierno? ¿De qué forma comprobar que es efectivo para combatir delitos? ¿Cómo saber que no se utiliza en contra de opositores políticos, periodistas o activistas?
Las dudas son razonables al mirar la historia reciente de Perú. Mecanismos del mismo estilo fueron usados anteriormente para vigilar a la exvicepresidenta distanciada del Gobierno, a policías y a periodistas. Sin medidas adecuadas que garanticen una mínima transparencia, mecanismos de notificación y rendición de cuentas, la violación a los derechos a la privacidad y libertad de expresión de los ciudadanos es latente.
Y como hemos dicho, no se trata de una primera incursión de la empresa. Verint se une a la creciente lista de empresas que venden software de espionaje en la región, como Hacking Team, Packrat y Fin Fisher. Desde 2006, en México esta compañía implementó una plataforma de vigilancia financiada por Estados Unidos que puede interceptar, analizar y retener todo tipo de información en cualquier sistema de telecomunicaciones. En Colombia, Verint, a través de su subsidiaria Curaçao, ha sido la empresa responsable del desarrollo de tecnología de vigilancia masiva. En la ciudad brasileña de Nitero, Verint vendió doscientas cámaras de seguridad y equipo para monitorear el audio y redes sociales de las personas. En el marco de las crecientes actividades de vigilancia por los Juegos Olímpicos, dicha iniciativa es preocupante. Mientras tanto, en la ciudad de Guayaquil en Ecuador, hay más de ochocientas cámaras que, según la propia empresa, pueden inclusive recoger datos biométricos.
El espionaje de comunicaciones realizado de forma masiva merece el más enérgico rechazo, como una conducta ilegal bajo el derecho internacional de los derechos humanos, por ser desproporcionada e innecesaria. Sin embargo, el marco normativo para regular la adquisición y el funcionamiento de estas tecnologías es claramente insuficiente. Con los marcos actuales, es muy poco lo que se puede hacer para garantizar que dicho equipo de seguridad o software para “combatir el crimen” no será efectivamente utilizado para violar derechos humanos y perseguir a disidentes.
Queda claro que los gobiernos de América Latina están dispuestos a desembolsar grandes cantidades de dólares para asegurar su capacidad de vigilancia. La impunidad y falta de regulación hacen que este lucrativo negocio crezca, a expensas de los ciudadanos, que como contribuyentes al erario público financian a la industria que facilita la denegación de sus derechos.