Muchos científicos están preocupados por el debate sobre pruebas y etiquetado de alimentos genéticamente modificados. Les decimos por qué los defensores de la libertad de expresión también deberían estarlo.
Mientras los EE.UU. y el mundo se preparaban para los resultados de una de las campañas presidenciales más polarizadas y tensas de la historia reciente durante el otoño pasado, muchos californianos se centraron en una medida electoral disputada de manera tan acalorada en los últimos meses de la elección como la propia presidencia.
La proposición 37 planteaba el etiquetado de los alimentos derivados de cultivos genéticamente modificados (GM) o de ingeniería genética (GE) – cultivos producidos a partir de semillas cuyo ADN ha sido modificado para mejorar las características deseadas, tales como resistencia a los herbicidas. Los críticos han afirmado durante mucho tiempo que los riesgos para la salud asociados con estos alimentos nunca han sido adecuadamente evaluados y plantean sus inquietudes sobre los impactos ambientales, incluyendo la aparición de nuevas semillas “super” resistentes a los herbicidas.
Los partidarios de la medida electoral argumentaron que los californianos tenían el derecho a saber lo que había en su comida, la oposición respondió que esa medida se traduciría en un alza en los precios de los alimentos ya que los nuevos costos de etiquetado serían trasladados a los consumidores.
Las encuestas mostraron un abrumador apoyo a la «Proposición 37» a fines de septiembre, con algunos resultados dando el apoyo al «Sí» en más de un 75 por ciento – lo que quizás no deba sorprendernos considerando que se trata de un Estado que ha estado a la vanguardia del movimiento local de alimentos en América del Norte desde antes de que fuera considerado un movimiento. Pero California no estaba sola. En las encuestas independientes realizadas en todo el país en los últimos 10 años, los estadounidenses han mostrado consistentemente un apoyo de cerca del 90 por ciento al etiquetado de los alimentos que contienen organismos genéticamente modificados (OGM).
A principios de octubre, sin embargo, los márgenes se habían reducido considerablemente. Una avalancha de anuncios de la campaña “No al 37”, financiada por gigantes agroquímicos como Monsanto, Dupont, Kraft y Coca Cola golpearon las fuerzas del «Derecho a Saber», con médicos tranquilizando a los votantes porque según ellos no había nada que temer acerca de los OGM. Al final, el empuje de los 46 millones de dólares de la campaña del «No» fue decisivo. Con una relación en el gasto de 5 a 1, el Sí perdió por un estrecho margen: 53-47 por ciento.
Las asombrosas sumas invertidas por la industria agro-química en el debate no deberían sorprender en esto que está resultando ser una batalla histórica. Estados Unidos sigue siendo uno de los pocos países industrializados que no impone el etiquetado obligatorio de los OGM; otros 61 países, como Francia, Rusia, Brasil y Japón, ya cuentan con una legislación similar. Una victoria en California habría abierto las puertas para que otros estados también lo consideren – y de hecho el mundo – con consecuencias obvias para la industria alimenticia corporativa.
Pero la lucha de la biotecnología contra la transparencia no tiene nada de nuevo. La industria se ha opuesto firmemente a los intentos de etiquetado y regulación desde 1992. En aquel entonces, se las ingenió para convencer a los funcionarios de la Food and Drug Administration (FDA) de los EE.UU., con la ayuda del gurú político de la FDA y ex abogado de Monsanto Michael Taylor, sobre la «equivalencia sustancial» de su nuevo producto – en esencia, que los nuevos cultivos no eran suficientemente distintos a los cultivos tradicionales para justificar pruebas de seguridad especial o etiquetado. El principio se convertiría en la piedra angular de la evaluación de la inocuidad de los alimentos GM, allanando el camino para un sistema regulatorio laxo que duraría más de dos décadas.
Resulta preocupante la escasez de investigaciones independientes sobre los cultivos transgénicos. Un factor crucial detrás de la escasez de este tipo de estudios es el uso por parte de la industria de las patentes de sus semillas (derechos exclusivos sobre cómo las nuevas semillas genéticamente modificadas se utilizan) para restringir la investigación independiente. Según un informe de Earth Open Source del 2012, «Se hace tan difícil conseguir un permiso para estudiar los cultivos transgénicos, que la investigación se encuentra bloqueada.»
En 2009, un grupo de 26 entomólogos envió una carta a la Agencia de Protección Ambiental de EE.UU. (EPA), en protesta por las restricciones así como por los “rechazos selectivos y los permisos basados en las percepciones de la industria de cuan ‘amigable’ u ‘hostil’ es un científico en particular frente a la tecnología [para obtener una semilla mejorada]”. La mayoría optó por no usar sus nombres por temor a represalias.
Incluso cuando se concede el permiso, las empresas de semillas se reservan el derecho de bloquear la publicación de los estudios. Una editorial publicada en la revista Scientific American en 2009 explicó de manera mordaz: «En varios casos, los experimentos que tenían el visto bueno implícito de la empresa de semillas fueron bloqueados después de su publicación debido a que los resultados no fueron halagadores.»
Los científicos independientes cuyos resultados contradicen las afirmaciones de las empresas de biotecnología son regularmente atacados por los defensores de los GM. De acuerdo con el autor y defensor de los consumidores Jeffrey Smith, esto no es realizado al azar. «El ataque de los científicos está muy bien estructurado por la industria de la biotecnología», dice Smith. «Es sistemático, es mundial, es muy coordinado. Es parte de la forma en que hacen negocios.»
Los estudios que apuntan a los riesgos ambientales o de salud de los cultivos transgénicos son particularmente sensibles. Los investigadores que han expuesto estos riesgos se han enfrentado a campañas de hostigamiento, amenazas, intimidación y difamación. Otros han sido simplemente ridiculizados por cuestionar la adecuación de los protocolos de prueba para la aprobación de GM. Cuando el eminente biólogo indio Pushpa M.Bhargava alertó sobre el laxismo de las normas reguladoras de su país, sus credenciales científicas se pusieron en duda y fue despedido por ser considerado «anti-gobierno».
Uno de los primeros científicos que tuvo que soportar todo el peso de la industria fue el Dr. Arpad Pusztai, uno de los principales expertos mundiales en estudios de alimentación. En 1998, el Dr. Pusztai, un bioquímico en el Instituto Rowett en Aberdeen, Escocia, dirigió un equipo de más de 20 científicos en un estudio comparativo que encontró importantes diferencias en el desarrollo y sistemas inmunológicos suprimidos en las ratas alimentadas con papas transgénicas. Con el apoyo del director de Rowett – y por la preocupación de la opinión pública – Pusztai hizo públicas sus conclusiones, antes de su publicación, en un programa de actualidad y de investigación para ITV de Gran Bretaña.
Aunque su director había emitido anteriormente un comunicado de prensa alabando el trabajo de Pusztai, dos llamadas telefónicas de la oficina del Primer Ministro hicieron que la institución diera un giro. A las 48 horas, Pusztai era despedido del cargo que había ocupado durante 35 años, se le confiscaron sus datos y su equipo de investigación fue disuelto. Bajo la amenaza de una demanda judicial, se le prohibió hablar con sus colegas o con los medios sobre sus hallazgos.
Sin embargo, lo que más le duele al científico fue la campaña por parte de los centros de investigación respaldados por la industria y por el gobierno británico para tergiversar sus conclusiones y desacreditar su obra. Pusztai permanece bajo una suspensión de por vida de la Royal Society, la academia científica del Reino Unido.
Aunque los hallazgos de Pusztai finalmente pasaron la revisión por pares y fueron publicados en la prestigiosa revista médica The Lancet, el caso provocó un escalofrío a toda la comunidad científica – y un mensaje claro a los científicos acerca de quién controla la libertad académica.
Ese mensaje fue reflotado menos de tres años después, en otro caso y del otro lado del mundo. El Dr. Ignacio Chapela, un microbiólogo de la Universidad de California, Berkeley, y su alumno, David Quist, estaban llevando a cabo experimentos con variedades nativas de maíz en Oaxaca, México, cuando descubrieron que los cultivos habían sido contaminados con genes transgénicos. El hallazgo fue una sorpresa: en 1998 México emitió una moratoria a la siembra de maíz transgénico en un esfuerzo por proteger la diversidad genética de su herencia biológica. Por lo tanto, ¿de dónde provenían los genes? El estudio de Chapela y Quist mostraba claramente lo que los ecologistas han estado advirtiendo desde hace años: que las importaciones de maíz transgénico de los EE.UU. estaban contaminando las variedades autóctonas. El descubrimiento contradice una afirmación arraigada de la industria según la cual la propagación de cultivos podía ser controlada.
Como una cortesía para el gobierno mexicano, Chapela compartió sus hallazgos preliminares con funcionarios agrícolas. Luego envió su estudio a la revista Nature, donde fue revisado por otros cinco científicos antes de ser publicado en noviembre de 2001. La reacción no se hizo esperar. En un giro digno de una trama de película de espías, Chapela fue llevado en taxi a un edificio abandonado en la ciudad de México para reunirse con un furioso funcionario del gobierno que había intentado que se retracte de su artículo en varias oportunidades bajo sobornos, intimidación y una última amenaza: «sé a qué escuela van tus hijos».
Al empezar a filtrase los resultados del estudio incluso antes de la publicación en Nature, las amenazas y la intimidación se convirtieron en tácticas de difamación. Algunos de los ataques más virulentos fueron cortesía de dos direcciones de correo electrónico que luego serían rastreadas hasta el Grupo Bivings, una firma de relaciones públicas contratada por Monsanto. Bivings llevó a cabo una campaña de marketing viral utilizando identidades inventadas para desacreditar los hallazgos de Chapela.
Aunque el estudio fue publicado, la consecuencia de los resultados fue tan explosiva que luego Nature publicó un editorial distanciándose del estudio – un hecho sin precedentes en los 133 años de historia de la revista y criticado por muchos científicos por su desprecio por el proceso científico. Chapela sigue convencido de que la revista fue presionada por la industria para que retire su apoyo al estudio.
Los casos de Pusztai y Chapela son dos terribles ejemplos de las presiones que enfrentan los científicos que han sido autores de estudios con hallazgos de riesgo. Aunque este tipo de presiones no está raro, lo que más preocupa a muchos científicos es el cambio de tono en el debate en torno a los estudios de GM. En septiembre de 2012, cuando el profesor francés Gilles-Eric Séralini y un grupo de científicos de la Universidad de Caen descubrieron mayores tasas de cáncer en las ratas alimentadas con maíz genéticamente modificado, su trabajo fue menospreciado de diversas maneras por los críticos como «parcial», «falso», «fraudulento», «sub-estándar» y «descuidado y basado en el orden del día de la agenda científica». Según Earth Open Source, ese tipo de lenguaje es nuevo para la ciencia. «La tendencia de tratar de silenciar o desacreditar investigaciones que encuentran problemas con los OGM no tiene precedentes y ha crecido en paralelo con la comercialización de cultivos transgénicos».
Un artículo en la revista Nature en septiembre de 2009 expresó preocupaciones similares acerca del tono del debate en torno a los OGM. Una científica que fue blanco de una reacción particularmente aguda señaló: «Estos no son el tipo de tácticas que estamos acostumbrados en la ciencia». Lo que ha cambiado, en pocas palabras, es el proceso científico: en lugar de favorecer más estudios para hacer frente a las fallas percibidas en la investigación, los críticos simplemente denigran los resultados. Otro científico lo dijo más simplemente: «Descartar de plano la investigación, no hace más que ignorar cómo se supone que la ciencia funcione.»
Para un número creciente de ciudadanos del mundo preocupados por saber de dónde vienen sus alimentos, la capa que cubre la ciencia GM es inaceptable. El derecho a probar las aserciones de las empresas de biotecnología acerca de sus semillas es una piedra angular del proceso científico. Es, en otras palabras, «cómo se supone que funciona la ciencia.» El hecho de ahogar estos esfuerzos no sólo es anti-ciencia, sino también antidemocrático.
Diane Partenio es una escritora y editora independiente basada en Toronto.