La institucionalidad pública, y en especial el sistema judicial penal, se convirtió en un mecanismo de castigo para perseguir la libre expresión, desde la labor periodística hasta la difusión de información pública.
Este artículo fue publicado originalmente en espaciopublico.ong el 31 de enero de 2020.
El incremento de las detenciones arbitrarias por el ejercicio de los derechos humanos es consecuencia de la agudización de una crisis multidimensional, de origen político, que afecta el conjunto de los derechos fundamentales: sociales, económicos, culturales, civiles y ambientales. Reprimir la denuncia, en tanto mecanismo de alarma social, se convirtió en una práctica regular desde el poder para silenciar las graves consecuencias. La reducción del ecosistema de medios tradicionales fue un efecto directo de acciones y omisiones deliberadas de la administración pública para acallar las críticas y reducir la atención sobre la responsabilidad de los funcionarios en la crisis.
La institucionalidad pública, y en especial el sistema judicial penal, a través de la apertura de procesos arbitrarios, se convirtió en un mecanismo de castigo para perseguir la libre expresión, desde la labor periodística hasta la difusión de información pública. La lógica penal no se limita a la privación ilegítima de libertad, se mantiene a través de la manipulación de instrumentos jurídicos, que buscan preservar el miedo y la inhibición a partir de sanciones, limitaciones de movimiento y comunicación, además de la amenaza latente de una nueva detención.
Tras caracterizar la situación del derecho a la libertad de expresión, daremos cuenta del patrón represivo mediante el abordaje de seis casos que revelan detalles de los procesos penales motivados por causas políticas, así como sus consecuencias sociales e individuales en un contexto no democrático de emergencia humanitaria.
Violencia estructural
Venezuela es el único país de América donde cerraron más de 50 medios de comunicación en un año, uno de los más conflictivos de su historia reciente. En 2017 se registró la mayor cantidad de violaciones a la libertad de expresión, al doblar a un ciclo de marcada inestabilidad social como 2014. Para el mes de septiembre, 2019 se ubicó como el segundo año con mayor número de casos1; período que sigue la tendencia caracterizada por la hiperinflación y la agudización de la emergencia humanitaria.
Desde 2002, el patrón de restricciones a la libertad de expresión se manifiesta en tres tipos de violencia: una discursiva que señala a periodistas, medios de comunicación y críticos a la gestión del gobierno como “enemigos”; a través de los insultos, funcionarios descalifican a periodistas, analistas, infociudadanos y políticos. El ataque personal, la revelación de información y comunicaciones privadas, que evidencia prácticas de seguimiento, busca validar posteriores agresiones. Con ello los victimarios pretenden diluir su responsabilidad al procurar normalizar la hostilidad.
La descalificación reiterada allana el camino para legitimar la violencia física. Impedimentos de cobertura, detenciones arbitrarias, requisas, robo de material y equipos, golpes, seguimiento y vigilancia, amenazas y atentados contra sedes de medios de comunicación se ubican como el tipo de violencia más frecuente en los últimos 17 años2.
A la confrontación corporal en orden de ocurrencia le sigue la violencia institucional. Sanciones administrativas, prohibiciones oficiales e informales, permisos negados o desactualizados por parte de los entes correspondientes resulta en un desconocimiento del mapa de medios radioeléctricos en el país, estatus de concesiones y operatividad. La opacidad oficial es usada para intimidar3, seguida de amenazas de suspensión de transmisiones e incautación de equipos, o su ejecución directa cuando determinadas coberturas resultan incómodas al poder; estos procesos no cuentan con garantías judiciales y niegan la posibilidad de defensa en instancias independientes.
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Internet: espacio de disputa
El desarrollo de las plataformas en línea, conocidas como “redes sociales” ampliaron las posibilidades de decir, opinar e informar. La masificación de internet ofreció un nuevo ecosistema comunicativo que representa un desafío al poder, en particular el de inclinación autoritaria que demanda control sobre lo público y lo privado. La descentralización de la web impide un control vertical por parte del Estado, a diferencia de la gestión del espacio radioeléctrico, cuya administración centralizada y sin contrapesos facilita prácticas discrecionales en un contexto que carece de institucionalidad democrática.
A diferencia del resto de la región y el mundo, en Venezuela la impronta de los medios digitales se convirtió en un salvavidas al responder a una crisis inducida desde el gobierno de turno que redujo el ecosistema de medios tradicionales; a través de la concentración en el manejo de recursos necesarios para la producción y distribución de medios impresos4. Y de forma paralela, prácticas arbitrarias que impiden la circulación de contenidos: bloqueos de páginas web, así como plataformas: Twitter, Facebook, Instagram o Periscope.
Las modalidades de restricción virtuales incluyen esquemas de control propios de las prácticas off line, un patrón que se evidencia incluso desde antes de la aparición masiva de medios digitales y el uso extendido de redes sociales. En 2007, Roger Santodomingo, director de Noticiero Digital, tuvo que renunciar luego de que su hijo recibiera amenazas en la escuela y su vehículo fuera incendiado al frente de su casa. Dos años después, Espacio Público identifica el primer caso de detención por expresión en línea, Alexis Marrero fue investigado por vilipendio e incitar al asesinato del entonces presidente de la República a través de una publicación en su blog; varios meses después fue notificado de una orden de arresto en su contra y su sitio web fue atacado.
El arresto masivo de personas es un patrón que expresa la crisis política, la intolerancia y el ensañamiento del Estado hacia quienes manifiestan su inconformidad, en las calles o en la web.
Las formas del castigo
La agudización del contexto social, político y económico en los últimos años se traduce en mayores impedimentos y prácticas represivas para mermar el alcance de los mensajes, en especial los de protesta contra la crisis nacional. Las detenciones arbitrarias aumentan en momentos de conflictividad social; ya sea en jornadas masivas de carácter político o movilizaciones sociales (en reclamo por servicios básicos, situación del sistema público de salud, o educativo).
El arresto masivo de personas es un patrón que expresa la crisis política, la intolerancia y el ensañamiento del Estado hacia quienes manifiestan su inconformidad, en las calles o en la web. La Oficina de la Alta Comisionada para las Naciones Unidas documentó 135 casos de personas detenidas arbitrariamente entre 2014 y 2019; la mayoría en represalia por ejercer los derechos a la libertad de opinión, expresión, asociación y reunión pacífica5. Desde 2014 Espacio Público registró más de 50 casos de personas detenidas por la difusión de contenidos en línea; desde opiniones e información hasta críticas por corrupción o sátira fueron criminalizadas a través de procesos judiciales penales, ante instituciones públicas no independientes.
Las detenciones implican el inicio de procesos penales con irregularidades que se manifiestan desde el principio: ausencia u órdenes judiciales que no cumplen con los requisitos mínimos (falta de datos, cargos poco específicos o hasta inexistentes en la legislación); incomunicación con prohibiciones expresas de visitas o llamadas; desapariciones forzadas, ya que los funcionarios niegan deliberadamente el paradero de los/as detenidos/as por horas, días e incluso semanas; imposición de defensa pública para ocultar las inconsistencias y arbitrariedades; procesamiento de civiles en tribunales militares; presiones para “confesar delitos” a cambio de supuestos beneficios procesales; la existencia de jueces y fiscales con carácter provisorio. En coincidencia con lo señalado por la ACNUDH, además de carecer de sustento legal, en las detenciones arbitrarias se hallan graves y repetidas violaciones de la garantía de juicio justo6.
La duración de las detenciones puede variar de días a años; pero tras la excarcelación la persecución no cesa. La oficina de las Naciones Unidas no registró casos de indemnización por los daños ocasionados a las víctimas7. Los procesos penales se sostienen, con implicaciones que afectan el libre desarrollo de las víctimas y sus familiares, con limitaciones que van desde los obstáculos para laborar y generar ingresos económicos para satisfacer necesidades básicas hasta restricciones para trasladarse libremente.
Libertad sustituida
Las medidas cautelares sustitutivas (en adelante “cautelares” o “medidas”) son las que impone un juez cuando considera que la privativa de libertad ya no es necesaria dentro de un proceso penal en desarrollo. Por lo general se consideran cuando la persona ya no representa un riesgo para la sociedad y sale del régimen carcelario, pero se mantiene en un proceso penal, de manera que aún se le considera como presunto delincuente.
Las medidas literalmente sustituyen la privación de libertad por otro tipo de limitaciones, las más comunes son: el impedimento del libre tránsito; prohibición de declarar a medios sobre el caso y presentación periódica en tribunales. De acuerdo con el Código Orgánico Procesal Penal, no se puede conceder, de forma simultánea, más de tres medidas cautelares sustitutivas. Al mismo tiempo, el Código le otorga facultad discrecional al juez de imponer cualquier medida que considere pertinente, lo que no implica exceder las tres medidas máximas establecidas. Aún así, en algunos casos se supera el número de medidas permitidas sin razón legítima aparente.
La imposición de cautelares motivada por razones políticas supone una extensión de la pena y de las consecuencias de la detención. Además de las secuelas físicas y emocionales, se suman una serie de impedimentos que mantienen a la persona privada de libertad. Restricciones que comprenden desde la prohibición de salir del estado o del país, casa por cárcel, la presentación periódica en tribunales hasta la prohibición de usar redes sociales, de ofrecer declaraciones o incluso de asistir a manifestaciones públicas. Esto tiene implicaciones en la vida cotidiana, que se agravan en un contexto de prolongada crisis social y económica.
Venezuela atraviesa una crisis estructural donde la mayoría de la población tiene serias limitaciones para garantizar una calidad de vida digna, ante el alto costo de alimentos o medicinas, o la precariedad de los servicios básicos. Algunos de los detenidos actúan como sostén económico del hogar, por lo que su privación ilegítima afecta de forma directa la economía familiar, ya mermada en la mayoría de los casos.
Medidas que podrían ser consideradas beneficiosas dentro de un proceso legal válido en un país democrático (con Estado de derecho, independencia de poderes, acceso regular a bienes y servicios de calidad), en Venezuela generan nuevas complicaciones que suman cargas para la sobrevivencia dentro de una emergencia humanitaria. Cuando el Estado mantiene un proceso penal ilegítimo, extiende sus consecuencias más allá de los muros de la prisión. En medio de una crisis económica y social, las oportunidades de sobrevivencia se limitan cuando no es posible trasladarse para comprar medicinas, salir de casa para trabajar o mejorar las condiciones de vida.
De la cárcel a la sustitución de la libertad
Los procesos judiciales en Venezuela están plagados de arbitrariedades. Estar detenido/a, incluso bajo razones justificadas legalmente, supone caer en un sistema que vulnera derechos fundamentales desde el primer día. El nivel de sobrepoblación en las cárceles es de 125% para el año 2018; la violencia carcelaria derivó en el fallecimiento de 291 personas, 103% más que en 2017; en la mayoría de los centros de reclusión no existe atención médica permanente por lo que domina la proliferación de enfermedades dermatológicas, gastrointestinales y respiratorias8.
Paralelo a este sistema penitenciario, existe centros de detención regidos por cuerpos de inteligencia que dependen directamente del Poder Ejecutivo, es decir, que no responden a las órdenes del sistema de justicia ni al contrapeso del resto de los poderes públicos; omiten boletas de traslado a tribunales e incluso ignoran órdenes de excarcelación.
Entre ellos se encuentra el Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin), al respecto la Corte IDH señaló en 20129 que este centro no cuenta con las condiciones necesarias compatibles con la dignidad humana, por lo que contraviene los estándares internacionales de derechos humanos en materia de personas privadas de libertad. La legislación internacional exige a) celdas ventiladas y con acceso a luz natural; b) acceso a sanitarios y duchas limpias y con suficiente privacidad; c) alimentación de buena calidad, cuyo valor nutritivo sea suficiente para el mantenimiento de la salud y fuerza de la persona privada de libertad; y d) atención en salud necesaria, adecuada, digna y oportuna10. Sin embargo, los casos documentados revelan ausencia de agua potable, prohibición de recibir luz solar, falta de atención médica, celdas reducidas, mala o nula alimentación, ausencia de sanitarios o letrinas improvisadas, presencia de animales y roedores, humedad excesiva lo que deviene en la proliferación de enfermedades, y en el empeoramiento de condiciones preexistentes.
La construcción de este sistema paralelo incluye a conveniencia mecanismos del sistema ordinario para extender la persecución tras la excarcelación de las personas. Allí se integra al esquema de justicia tradicional, en el que los tribunales, fiscales y demás cuerpos de seguridad, se articulan para sostener esquemas de criminalización desde la justicia penal.
A continuación, reseñamos un conjunto de casos que dan cuenta de este patrón.