Tendencias de regulación, rol de los intermediarios y riesgos para la libertad de expresión.
Lo que sigues es un extracto de un informe que fue publicado originalmente en derechosdigitales.org
El discurso de odio es uno de los temas más complejos en el debate sobre la libertad de expresión en línea. Resulta difícil definir este fenómeno de una manera precisa y aplicable a distintos contextos, ya que se ubica en el punto donde se separan los derechos a la libertad de expresión individual y colectiva, así como a la dignidad humana y a la igualdad. El discurso de odio pone en tensión la necesidad de ofrecer garantías para el discurso incómodo y minoritario, al tiempo que se protege un entorno donde los derechos de las minorías, los grupos en desventaja y los históricamente discriminados no se vean afectados por la hostilidad y el potencial peligro de sufrir ataques a su dignidad o a su integridad.
Desde una perspectiva legislativa, la noción de discurso de odio contiene dos elementos clave que permiten aproximarse a una definición: en primera instancia la incitación al daño, sea en forma de violencia, hostilidad o dis- criminalización; en segunda instancia, la situación de la víctima como parte de un determinado grupo social o demográfico, que amerita una protección especial. En general es aceptado que estos dos elementos deben estar hasta cierto punto vinculados, es decir, que el discurso que incita al daño hacia una persona o grupo, lo hace en tanto dicha persona o grupo posee una característica o pertenece a una categoría particular.
Sin embargo, la definición de “daño” puede abarcar un espectro mucho más amplio: en algunas perspectivas, para que un acto de habla se considere 5 discurso de odio debe incitar, motivar o amenazar con un acto concreto de violencia; en otras perspectivas, debería abarcar también aquellas expresiones que contribuyan a crear un entorno de intolerancia, bajo la presunción de que este tipo de entornos pueden llevar a actos de discriminación, hostilidad y violencia (Gagliardone, Gal, Alves, & Martínez, 2015).
En este amplio espectro podemos encontrar los primeros inconvenientes que plantea la aproximación legislativa, y en especial punitiva, hacia el fenómeno del discurso de odio. De entrada, la caracterización del “daño” en una deter- minada normativa será decisiva con respecto a la manera como ese “daño” se relacione con el flujo de información.
El intento de penalizar la pornografía, por tratarse de una forma erotizada de las condiciones de dominación y desigualdad de la mujer, o porque contribuye a perpetuar una cultura de la violación, resulta mucho más difícil de argumentar en el marco actual del “discurso de odio” que, por ejemplo, penalizar expresiones racistas, aún cuando en ambos casos se podría argumentar que constituyen expresiones que perpetúan formas de dominación y desigualdad (Tsesis, 2001).
Del mismo modo, quienes argumentan que las expresiones de odio en el con- texto de campañas electorales deben estar cubiertas por regulaciones específicas del ámbito del discurso de odio, pasan por alto la orientación de estas regulaciones hacia la protección contra la discriminación –y específicamente la discriminación de las minorías–, que no podría aplicarse de la misma manera a un político que detenta el poder y a su contrincante.
En este contexto, las legislaciones latinoamericanas que abordan el discurso de odio tienden a ser más amplias -e incluso vagas- en su definición del acto ilícito (CIDH, 2015), y a menudo permiten incluir actos del habla considerados insultantes o derogatorios hacia individuos con poder, lo que resulta muy problemático pues, como señalan Gagliardone et al. (2015), en estos contextos las acusaciones de fomentar el discurso de odio pueden ser utilizadas como herramienta para controlar y censurar el disenso y las críticas, tanto en contextos electorales como en escenarios de protesta o reclamo político.
Si bien el discurso de odio no está restringido a internet ni tiene sus orígenes allí, el consenso general es que la expansión de esta tecnología, así como la posibilidad que ofrece de diseminar mensajes a muy bajo costo, han sido factores determinantes para que ciertos grupos, anteriormente fragmenta- dos y con menor influencia, pudieran conectarse unos con otros y generar un sentido de comunidad. Esto ha sido una ventaja para la organización social y política, y al mismo tiempo un estímulo para sectores extremistas que comparten valores e ideologías (Banks, 2010).
No obstante, como ha quedado asentado reiteradamente en la jurisprudencia internacional y nacional de distintos países, el derecho a la libertad de expresión no solo debe proteger las ideas ampliamente aceptadas, cómodas o inofensivas, sino también –e incluso con especial énfasis– aquellas ideas y expresiones que resulten ofensivas, perturbadoras, incómodas o inquietantes, por cuanto estas son esenciales a los principios de la democracia y del pluralismo (Herrera, 2014).